En la escuela de la vida, siempre se debe estar preparado para impartir lecciones que perduren hasta que la memoria nos abandone por completo. Es nuestro bagaje el que nos indica cuál ruta seguir y cómo actuar en los momentos cruciales en los que la lección marca el antes y el después.
Así me ocurrió hace poco, cuando entré en compañía de dos de mis hijos, de nueve y diez años, a un establecimiento muy de moda, en el cual se pide el sándwich, la sopa, o el café y se interactúa de manera presencial o virtual. El lugar no es muy frecuentado por madres en compañía de niños, pues la atmósfera que prevalece raya en lo chic más que en lo familiar. Puesto que tengo como prerrogativa abrir los ojos de mis hijos ante lo que es este mundo lleno de posibilidades, con cierta regularidad visitamos el lugar. Allí leemos, hablamos, navegamos por el Internet, y pasamos un buen rato, mientras disfrutamos de alguna de las alternativas del menú.
El ambiente siempre había sido favorable, hasta que la prepotencia, el machismo, la xenofobia y sabrá Dios cuantas aberraciones más, comenzaron a manifestarse. Todo empezó cuando un hombre alto, con acento y perfil árabes se acercó a la mesa que habíamos ocupado y preguntó por sus llaves. Le respondí que cuando vimos la mesa disponible, allí no había llavero alguno. Me paré de la silla, pues pensé que las llaves podrían haber caído al piso y quise dar un vistazo alrededor de la mesa, pero efectivamente, las llaves del sujeto no estaban en el área. Simultáneamente, un señor muy blanco de ojos azules, quien disfrutaba de una sopa, intervino para confirmarle al dueño que hacía poco las llaves estaban allí. Fue entonces cuando el hombre, como si quisiera hacer más notable su hombría, puso su pie sobre una de las tablitas que horizontalmente dan soporte a las patas de las sillas y plantó su vaso en el centro de nuestra mesa con tanta fuerza y tanta autoridad, que por un momento me sentí que estaba ante un ser superior, que yo había hecho algo indebido, pero no sabía de lo que se trataba, que me estaban ajusticiando y muchas cosas más. Le sugerí al furioso individuo que le preguntase a algún empleado si habían encontrado sus llaves y el hombre sin verbalizar, pero con la misma guapería se fue hasta el mostrador y allí, gracias a Dios, le entregaron sus llaves. A los pocos minutos el señor de ojos azules, abandonó el lugar y los árabes, que ya eran tres, tomaron el lugar del hombre blanco, sentándose a la mesa más cercana a la nuestra. Allí, comenzaron su plática indescifrable en un tono más alto del que se usa cuando se quiere respetar el derecho de los demás a tener su propia conversación en un espacio común.
Los niños tenían el semblante que tienen los niños recién castigados, la ansiedad nos llenó el estómago y a mí, la garganta se me estrechó, limitando así mi capacidad para expresarme. Sucede que el cuerpo es una maquinaria perfecta. En momentos críticos, inhabilita unas áreas, para que otras funcionen. Ante la impotencia gutural, se activo el razonamiento. Fue entonces, cuando pensé en los millones de mujeres que no han adquirido los derechos que nosotras, en este lado del mundo tenemos. Pensé en las voces silenciadas, en las mujeres y niñas cuyos rostros o su sexualidad han sido mutilados. También reflexioné sobre los avances sociales de la década del sesenta y de la lucha día a día, en términos raciales y de género. Ante estos cuadros tan representativos de la desgracia humana y de la búsqueda de la igualdad a través del tiempo y el espacio, me pregunté qué me obligaba a tolerarle a este individuo tanta prepotencia. Yo no podía quedarme callada. Mi hijo, quien conoce mi mirada y mi expresión, me suplicaba que no le dijese nada. Tanta actitud le hacía pensar que el hombre podría estar armado. Mientras tanto, yo también pensaba en la responsabilidad de salvaguardar la tranquilidad de mis hijos y de reforzarles las enseñanzas sobre el respeto hacia el prójimo, ya no en un marco teórico, sino en un escenario real.
Terminamos de comer, limpié la mesa y mis hijos me esperaron cerca de la puerta, intimidados aun por tanto señorío, pero queriendo ver y no ver a la vez. Me acerqué al altisonante trío con mi inglés fonéticamente hispano, pedí permiso para hablar y me reafirmé en mi desconocimiento acerca del paradero de las llaves. La disculpa no afloró. Entonces fui directo al punto. Le dije sobre su falta de destrezas para el trato humano y hacia la mujer. Le pedí que me mirara bien la cara, para que si se cruza con nosotros nuevamente, no nos falte el respeto a mis hijos o a mí, porque no existe razón en el mundo por la cual tengamos que tolerarlo. Le exigí respeto para las mujeres en general y abandoné el lugar. Sobre lo que pasó luego, sólo sé que el diálogo árabe se silenció y varias personas atónitas miraban a la fiera disminuida.
Sobra decir que mis hijos recobraron la sonrisa y la seguridad. Entonces, escuché una dulce voz que me dijo: Mami, this is why I love you.